Cuando a finales de 1936 el joven Orwell llegó a Barcelona para zambullirse en el hervidero español y enviar reportajes a Inglaterra, varios detalles de la vida callejera le impresionaron: ver a todo el mundo en ropa de faena o uniforme miliciano, las maneras igualitarias (un camarero le sermoneó por dejar propina) y el espectáculo de los muros repletos de carteles de vivos colores; carteles que le saltaban a la vista: “Los carteles revolucionarios estaban en todas partes, ondeando en las paredes sus vibrantes rojos y azules que convertían a los restantes anuncios en brochazos de barro”